En
el Tratado de Padres (3:10) Rabí Dostai bar Ianai
cita lo dicho por Rabí Meir: «Quien olvida
un detalle de lo que ha aprendido, dice la Torá,
es como si hubiera incurrido en un delito mortal».
Así está escrito: «Por tanto guárdate
y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides
de las cosas que tus ojos han visto... el día que
estuviste... en Joreb» (Deuteronomio 4:9-10).
Esto puede entenderse con ayuda de otro versículo
de Deuteronomio (Deuteronomio 12:23): «Porque la sangre
es el alma y no comerás el alma juntamente con la
carne». En este versículo nos advierten que
no es que la sangre es prohibida porque es repugnante y
porque al comerla uno meramente viola la prohibición
de comer cosas repugnantes. Literalmente es como si uno
consumiera el alma del animal y tenemos permitido consumir
solamente la carne, no el alma. La Torá nos dice
que el alma está íntimamente ligada a la sangre,
aunque nosotros no podemos percibirlo con nuestros ojos
humanos.
De manera similar los pasajes bíblicos nos informan:
«...para que las mandéis a vuestros hijos,
a fin de que cuiden de cumplir todas las palabras de esta
Torá ... porque es vuestra vida» (Deuteronomio
32:46-47). Rashi explica en Levítico (18:5) que la
«vida» de la que se habla aquí no es
la efímera vida de este mundo sino la vida eterna
del Mundo Venidero. Mediante el estudio y la observación
de los preceptos, el alma se prende a la luz Divina y esa
es la fuente de la inmortalidad. A esto se alude en Samuel
(I Samuel 25-29) cuando Avigail bendice a David: «La
vida de mi señor será ligada en el haz de
los que viven delante de El Eterno tu Dios».
¿Quién sabe mejor qué es lo que debe
hacer el alma para ganarse la vida eterna que su Creador?
Y Él lo dice claramente en Su Torá: «cumplir
todas las palabras de esta Torá ... porque es vuestra
vida». Una vez que uno comprende que la vida eterna
depende únicamente de esto, debe asegurarse de que
nada de su tiempo se desperdicie. Perder tiempo significa
privar al alma de vida.
Considerad la siguiente historia:
El
hijo de un hombre rico sufría de debilidad extrema.
El padre llevó al niño para que lo examinasen
los mejores médicos del país. Después
de una serie de exámenes los médicos informaron
al preocupado padre que todos los órganos de su hijo
parecían funcionar perfectamente. La causa de su
debilidad, dijeron, era que su presión era extremadamente
baja. La única esperanza para el niño era
darle una transfusión de sangre masiva que podía
eventualmente poner en peligro la vida del donante. Más
aún, ellos creían que dada la particular condición
de su hijo, el uso de la sangre de otro niño sería
lo que aseguraría mayor éxito. Los médicos
explicaron que esta era la única posibilidad de curarlo
de su enfermedad.
El rico salió en busca de los pobres de la ciudad
para intentar encontrar a alguien que a cambio de una pequeña
fortuna permitiera a los médicos extraer la sangre
necesaria de uno de sus hijos. Todos lo consideraron loco:
«Por esa cantidad de dinero estamos dispuestos a hacer
el trabajo más arduo», le dijeron, «pero
¿cómo podemos vender la sangre de nuestros
hijos? ¡Su sangre es su vida! ¡Nunca podríamos
aceptar una propuesta tan monstruosa!»
Lo
mismo sucede aquí. Cuando malgastas unas horas cada
semana en charlas inconsecuentes, te privas de la eternidad.
Al final terminarás como el padre del niño
enfermo que imaginaba que alguien estaría dispuesto
a vender la sangre de su propio hijo. Tu también
imaginas que encontrarás un estudioso que te venda
parte de su estudio de la Torá. Pero déjame
advertirte de antemano: se burlarán de ti.
Y esto por dos razones: ante todo ningún estudioso
consideraría siquiera hacer un negocio de esa índole.
La Torá es su sangre y alma, la fuente de vida eterna.
¿Cómo puedes imaginar que la vendería
por dinero? La mera sugestión merecería su
desprecio. Por eso está escrito en Cantar de los
Cantares (8:7): «Si diese un hombre todos los bienes
de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían».
La segunda razón es que un acuerdo de esa índole
no le serviría de nada. Es cierto que uno puede adquirir
una parte en el estudio de la Torá de otra persona
si lo mantiene mientras estudia, como fue el caso de las
tribus de Isajar y Zevulún. Pero uno no puede comprar
una participación en estudios que otra persona ha
hecho.